Delivery

La delincuencia se iba encargando de despojar parte del material estructural de la universidad. Aquellos techos de zinc, aquellos pizarrones acrílicos, aquellas mesas, sillas y lámparas pasaron a ser un recuerdo de lo que fue una universidad rural. Una parte de las aulas se convirtió, por necesidad, en un recinto de improvisados baños públicos entre la podredumbre y el polvo para hombres y mujeres, los mismos que se vieron forzados a darle ese nuevo uso debido a la falta de agua en los que originariamente fungían como baños para estudiantes, empleados y docentes... Los extensos jardines que la caracterizaron por años no son más que el lugar del monte silvestre sin árboles ni flores que cuidar. Los extensos pasillos, donde hace solo 5 años atrás caminaban apurados o desahogados los estudiantes, son en la nueva faceta carreteras semidesérticas donde la jornada laboral/estudiantil busca una normalidad, normalidad que diariamente se ve atropellada por elementos internos y externos del recinto universitario. Pero hay universidad, nos seguimos diciendo con el llanto en la garganta y lo fatídico del recuerdo feliz. Sí, aún hay… en el estudiante que escoge estudiar la carrera de sus sueños, que decide quedarse en el país (porque quiso o porque no quiso y no puede irse), en el que espera un mejor futuro y se toma de la esperanza inmediata de que está cerca. Lo sueña, lo imagina, lo elabora mientras come por cuarta vez en la semana lentejas en el almuerzo, porque así se lo enseñaron sus abuelas, porque, no lo sabe, pero así históricamente ha funcionado el imaginario colectivo venezolano, en una estrecha enseñanza de los frutos inmediatos que ha dado el petróleo del suelo patrio. Está ahí, consciente o no, corriendo por sus venas la esperanza de lo inmediato. Hay universidad en el profesor que se empeña en la calidad educativa cuando aún su sueldo no le alcanza para movilizarse de su casa al trabajo. Se aferra a eso, opina que alguien debe quedarse y apagar la luz si todos se van, que aún hay país, que le da terror pensar que el país pueda caer en otros ineptos y que, además, se multipliquen. Ahí va, sudado, oloroso a aceite, a multitud, con sus carpetas amarillas debajo del brazo, rezongando, frustrado, indignado, pero llegando al aula para seguir problematizando a la humanidad. Hay universidad en el empleado que aún coordina los cientos de papeles estudiantiles en un sistema obsoleto y con un internet intermitente. Hay universidad aún en los obreros que se mantienen laborando en unas condiciones cada vez más precarizadas, con los insumos insuficientes para llevar a cabo su jornada laboral en paz, racionalizando de forma extrema sus herramientas de trabajo.

Así leía Hortencia el escrito de una publicación en instagram de un profesor, venezolano y
enguayabado como ella, en medio de una hora de descanso de su servicio delivery. Lo leído le había poblado los ojos de lágrimas y de frescos recuerdos. De unas lágrimas enteradas que no era la hora de llorar, que se retenían por sí misma en los ojos porque de lo contrario mojarían el trozo de pizza y el mate que acompañaba el almuerzo. Las lágrimas de consciencia las llamaba. De unos recuerdos que traían consigo quizás la experiencia más determinante de su vida hasta ese momento: la independencia conseguida, la ciudad de sus deseos a sus anchas, el trabajo que siempre había querido hasta ese ahora, la cercanía de sus amigos, el amor, los errores propios en la vida de un adulto joven.

Después de devorar lo habido descansaba la media hora que le quedaba libre antes de retomar el servicio. Aquel incipiente otoño y el no traerse abrigo (la costumbre del trópico que no te enseña a andar con abrigo) la llevó, contrariamente, a ese perpetuo y candente sol a la orilla de una playa caribeña. Cerraba los ojos para hacer la digestión a medida que sentía ese calor. El calor que quema indiscriminadamente. Vino a su memoria una de las tantas veces que se sentaba a la orilla de la playa, donde las olas apenas llegaban a sus pies. La cámara con zoom de su memoria le trajo tan de cerca y con una abismal resolución su piel empegostada de sal, de arena y de mucho sol. Se vio a sí misma con un traje de baño completamente negro (jamás tuvo uno, pero se dio cuenta que el recuerdo había empezado a ser manipulado por la imaginación) y pensando lo que pensaba en aquel momento: que dure mucho este día, no me quiero ir. Así estaba cuando la refrescó un viento playero que coincidió con el llamado de su madre ''Hortencia, ven, hay muchas moscas acá y se van a parar en la comida. Apúrate.'' Era el aviso que esperaba para ir a sacarse la arena e ir a comer. El mar… ese mar que no era frío pero que endurecía sus vellos de brazos, piernas y endurecía sus pezones. El mar cuya arena que lo sustentaba era suave y noble. Mar transparente y dorado cuando el sol le regalaba todo su brillo.

2:00 pm. ''Hora de trabajar de nuevo, boluda. Aguanta porque será peor en la bicicleta esta brisita'', se decía Hortencia mientras se acomodaba en el vehículo y se preparaba para continuar su jornada. Se fue, rodando calle abajo para buscar la comida que debía llevar a su próximo destino bonaerense, pensándose, convenciéndose que ya su tiempo vital en el día no pasaba en un teatro, que ya no se podía colear en todos los eventos que había en sus salas, que ya no encendía la luz de ese teatro, que ya no cogía el atardecer en la universidad, que ya aquel viento con sonido de árboles ya no le levantaba las hojas de la libreta a la mitad de una clase y le enfriaban el guayoyo. Que ya no eran momentos de tomarse tiempo libre para estar el día entero en los museos. Que ya no eran noches de sonar botellas y caminar apurados por un centro de Caracas aún vivo. Convenciéndose de que debía amar ahora otras cosas, que no podía pretender conseguir un paralelismo en otras latitudes, que debía manejar de otra forma la nostalgia y darle paso a otras vivencias que quizás, en un tiempo futuro, extrañaría. Aparecieron las lágrimas de nuevo, pero ya estas no eran las de la consciencia.




Abby Emperatriz García Valera
abby.garcia.val@gmail.com

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